MIRAR PARA CONTARLO: Un viaje a Ucrania (2)
A mediados de la década pasada, Ucrania era un país joven, con gran esperanza en el futuro. Nada de eso queda hoy. Lo que sigue es un relato a un mundo desaparecido.
LAS FUERZAS DEL VERANO YA FLAQUEAN y por las mañanas hace un frío que anuncia el otoño.
Ha llovido durante la noche y el césped del jardín está húmedo. El coche va cargado hasta los topes y hay que hacer cálculos sofisticados para que entre en el maletero mi equipaje. Es tan austero como de costumbre -ventajas de ser hombre, supongo-. Mudas para diez días y los objetos de aseo imprescindibles. En el coche, seremos cuatro. Dos mujeres, madre e hija, un niöo y yo. Durante 1350 kilómetros nuestros destinos estarán ligados estrechamente, mientas atravesamos esta Europa que, a diferencia de lo que nos sucede a nosotros, no sabe muy bien a dónde va.
HUNGRÍA
ENTRE AUSTRIA Y HUNGRÍA , por esta parte, no hay mayores barreras físicas. Eso, y la desaparición de los puestos fronterizos hace que se haya disipado en gran parte la inquietud que debía de aquejar a la gente cuando traspasaba aquella frontera que Churchill llamó “telón de acero” (la llamó así en español, por cierto, porque en todo el resto de los idiomas nuestro telón de acero es una “cortina de hierro”).
A pesar de todo, al cruzar la frontera con Hungría uno se da cuenta de que algo ha cambiado y de que la realidad ha perdido algo de la placidez que distingue a Austria.
Puede ser porque, en el cúmulo de edificaciones dispuestas al azar que hace de frontera, parte de las cuales son unas casetas en donde se compra la pegatina que hay que ponerle al coche para poder circular por las autopistas húngaras, hay muchos hombres esperando, arracimados, fumando. Hombres que van en chándal, indumentaria que, fuera del contexto deportivo, un austriaco asocia casi siempre con la gente de mal vivir.
Sin embargo, la evolución de los acontecimientos indica que no hay motivo para el pánico y una vez adquirida la famosa “vignette” se reemprende la marcha por la estupenda carretera que conduce a Budapest.
ESCRIBO ESTO el 6 de agosto de 2016.
Es inevitable pensar que, hace casi exactamente un año, por estas carreteras que veo por las ventanillas del coche, caminaba un pequeño ejército de gentes que lo habían perdido todo y que, hoy puede verse, dieron el pistoletazo de salida del futuro. No sé hasta qué punto aquellos refugiados sirios, que habían permanecido en la estación de tren de Budapest, viviendo en unas condiciones que, en Europa occidental, les evitamos a nuestros animales domésticos, eran conscientes de que, con su marcha, estaban cambiando para siempre el continente que hollaban sus pies.
Para mucha gente en Austria fue como presenciar el principio del fin del mundo y, posiblemente, lo era. Hoy, un año más tarde, nos hemos acostumbrado a vivir con la incomodidad de que el mundo se termine un poquito cada día, a causa de los achaques progresivamente más gravosos de su vejez.
(2024: ¡Ay, Paco, Paco…! Si hubieras sabido lo que te aguardaba a ti y lo que le aguardaba al mundo. Primero, la pandemia del coronavirus, luego la guerra de Ucrania. Si hubieras podido ver las imágenes de la estación central de Viena atestadas de gente que había huido de la noche a la mañana con lo puesto, si hubieras podido escuchar el testimonio de aquella mujer a la que entrevistaste y que te contó que había vivido una semana en un sótano, saliendo solo por la noche para intentar conseguir agua y comida para su hijito…Si hubieras sabido…).
Externamente, sin embargo, todo parece seguir igual que en 2015. Llueve sobre la fértil llanura húngara, el gris se deshilacha en nubes que apenas dejan pasar la luz del sol a las siete de la mañana. El cielo está cruzado por los cables de alta tensión y, lejos de la carretera, casi volviéndole la espalda, hay pueblecitos que podrían ser austriacos (de hecho, lo fueron) con sus casas con tejado a dos aguas y la omnipresente iglesia coronada por la correspondiente cúpula con forma de bulbo. Sin embargo, en esta parte, están las casas más desconchadas y son más pardas, un poco como uno se imagina el triste adobe de El Toboso cervantino. Aquí y allá, los ricos del pueblo, con ganas de demostrar que lo son, han hecho a las casas añadidos de brillantes colores, que dejan un rastro de lujo vulgar y chillón.
ATRAVESAMOS BUDAPEST evitando el centro de la ciudad. Bueno: mejor dicho, atravesamos Budapest y el artilugio que nos guía encuentra más adecuado circular por las afueras.
Los barrios residenciales despiertan poco a poco. La gente, soñolienta, acude a sus trabajos, se sube a los trepidantes tranvías que entran en las estaciones con un ruido de chapas a punto mismo de desensamblarse. En algunas ventanas, banderines húngaros. También hay de otros países del este, pero siempre están acompañados de la enseña nacional. Edificios que fueron modernistas y que recuerdan a cierto cine mudo, ropas tendidas en las ventanas, hombres con las horrorosas bermudas vaqueras típicas de los países del este de Europa combinadas con chanclas, puestos de Kebabs.
Después, cruzamos el Danubio por un puente moderno y majestuosos y volvemos a internarnos en la lluvia que, blandamente, humedece Centroeuropa.
(continuará)
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