Mirar para contarlo: Un viaje a Ucrania (3)
A mediados de la década pasada, Ucrania era un país joven, con gran esperanza en el futuro. Nada de eso queda hoy. Lo que sigue es un relato a un mundo desaparecido.
A ESO DE LAS ONCE DE LA Mañana (hora húngara) desaparecen las sombras.
Todo queda bañado por una luz blanca y, de pronto, Hungría adquiere un sospechoso parecido con Campo de Criptana. En el coche, el niño se despierta, los viajeros meriendan algo, se cuentan anécdotas de viajes pasados. Primer encuentro con lo que parece ser una tradición ucraniana: para matar el gusanillo los pasajeros roen unas mazorcas de maíz.
Al doblar el recodo de una curva cualquiera indicada por el artilugio de navegación vía satélite, se entra en una carretera secundaria que conduce a la frontera. O sea: a LA FRONTERA. La que separa Hungría de Ucrania. Aquella por la que dejaremos la Unión Europea a nuestras espaldas.
La mujer joven que viaja conmigo y yo somos más o menos de la misma edad y, por lo tanto, fuimos críos en el siglo pasado y conocimos la desgracia (y el engorro) de un mundo dividido en bloques.
Discurre la conversación sobre lo que, para nosotros, supuso la separación.
Para mí, la incapacidad total de poder situar en un mapa la ensaladilla de repúblicas que, en los noventa, se desgajaron de esa gran mancha verde que, en los mapas de mi libro de texto, era la Unión Soviética; también, por qué no reconocerlo (y volveré más tarde a ello) una cierta nostalgia -totalmente injustificada- por los signos exteriores de aquella división y del totalitarismo atroz que la engendró.
Lo de escuchar en los correctos servicios informativos de Televisión Española lo de “según fuentes de la Agencia Tass” o lo e “según informa el diario Pravda…”, nostalgia de los desfiles de la Plaza Roja, del insoportable aburrimiento de los ballets rusos -gran escuela de paciencia para seres humanos de todas las edades-, nostalgia del osito Misha, la mascota de los juegos olímpicos de Moscú.
Para la mujer joven, la separación supuso una gran laguna en sus conocimientos de la Historia de Europa en general, porque ya se sabe que la mejor manera de tener controlados a los habitantes de un país es hurtarles información (o los medios para conseguirla de manera fiable) y tener bajo un control férreo la educación de los niños. Lo que, modernamente, se llama “mantener el control sobre el relato”. Mientras llegamos, por un camino de cabras, a la frontera entre Hungría y Ucrania, la mujer joven me cuenta que su abuelo, que fue director de un instituto de segunda enseñanza y de cuya biografía, más tarde, el lector tendrá la oportunidad de conocer más detalles, aprovechaba las noches vírgenes de micrófonos y miradas indiscretas para explicarles a la mujer joven y a su primo (al que también el lector conocerá más tarde) “la verdad” sobre la historia de Ucrania. O, por lo menos, una verdad diferente de la verdad oficial soviética. Una operación bastante arriesgada que a muchos les costó la muerte.
Esta versión “verdadera” de la historia de Ucrania sobrevivió al comunismo y, lo mismo que la religión, también clandestina y prohibida durante el funesto reinado de los zares rojos, salió de las catacumbas y cobró un nuevo auge cuando cayó el muro de Berlín y nació la República de Ucrania (precisamente hace un cuarto de siglo).
La religión…Ucrania es un país pobre pero cada aldehuela, por mísera que sea, cuenta con una flamante iglesia ortodoxa, con sus cúpulas de latón bruñido, que relucen al inclemente sol continental.
(2024: en muchos países de la antigua órbita comunista, como Polonia -especialmente la zona que no estuvo bajo el poder de Prusia, Hungría, Chequia o Eslovaquia, se ha producido un proceso curioso: la religión, católica u ortodoxa, según los casos, ha adoptado el mismo rol ultraconservador y, a ratos, totalitario, de la antigua religión estatal que pretendía unir a los proletarios del mundo. La religión se ha hecho política, dinamitando en muchos casos la separación entre la religión y el Estado que fue la garantía de progreso, guardiana del antiguo orden y ferozmente represora, especialmente en lo tocante a las libertades personales; esto ha hecho que se produzcan pulsos entre la Europa rica (occidental) y la Europa pobre (oriental) que, para esto, es lo mismo que decir, respectivamente, entre la Europa laica y la Europa religiosa).
(continuará)
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